Omicrorrelato ganador 2016

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 “No es complicado saber que están allí, a pesar de no tener forma física.

Las sombras se retuercen y reptan por piedra, madera, metal; el material por el que viajan parece no importar. Si te concentras lo suficiente, puedes escucharlas sisear por la noche, murmurar lo que uno no se atreve a decir pero sí siente. Estas almas malditas parecen atraídas por la vida que una vez pudieron tener, y se acercan a las casas a tocar, a ver. 

 La oscuridad se levanta desde las profundidades y estos seres, una vez humanos, viajan junto con ella para intentar saciar sus necesidades. Vagamente humanos en vida, demonios disfrazados de corderos, son incapaces de abandonar el mundo y ascender, el lastre de sus pecados demasiado pesado como para ello. Ya sea un peso tomado por voluntad propia o debido a un castigo impuesto por la misma existencia, no has de fiarte de ellas jamás, a pesar de la posible persistencia. Un alma curtida y de fuerte voluntad no debería tener problemas para ahuyentarlas, pero es necesario tener a la prole bien vigilada. Astutas y malintencionadas, son capaces de manipular las mentes más jóvenes para sus propios beneficios con una facilidad pasmosa, haciendo de los más pequeños poco más que marionetas.” 

La mujer cerró el viejo y pesado tomo una vez terminó de leer el pasaje. Las siguientes palabras estaban demasiado emborronadas como para comprender nada, le había resultado imposible leerlas a pesar de los esfuerzos. Posó el libro en el suelo antes de atreverse a mirar a su hijo a la cara de nuevo.

– ¿Lo entiendes, cariño? – preguntó, intentando usar un tono dulce que le pareció falso incluso a sus oídos.

El niño, desde la cama, la observaba con ojillos grandes y confusos. Después, negó con la cabeza.

La mujer se secó una perla de sudor  que la caía por la cara con el dorso de la mano, temblorosa.

Se esforzó por no mirar detrás de su hijo, pero no podía evitarlo; le parecía verlo por el rabillo del ojo.

Ahí.

Ahí estaba.

Oscuridad ondeando de manera antinatural, algo observando la escena desde la sombra de su propio hijo. Procuró no desviar la mirada de la cara de su chiquillo, acongojada. Debía hacer que lo comprendiese. Fuera lo que fuese, debía conseguir que se librase de aquella cosa cuanto antes. Otra gota de sudor le resbaló por la frente, pero esta vez ni siquiera se atrevió a moverse. Le pareció percibir movimiento entre las sábanas de la cama, algo reptando hacia ella, tan oscuro como etéreo, amenazante.

¿Se estaba acercando más?  Procuró mirar fijamente al frente. ¿Se lo estaba imaginando? Los oscuros y confundidos ojos de su hijo la miraban fijamente de vuelta. ¿Se estaba volviendo loca? Quizás…

– Escucha, Mordred, cariño – volvió a intentar – ¿Recuerdas ese amigo del que me hablaste? El que te visita cuando… ¿oscurece?

El niño asintió, y el mero hecho de confirmar vagamente la existencia de ese algo hizo que un escalofrío le recorriese la espina dorsal, erizándole el bello de la nuca. Le pareció volver a percibir movimiento por el rabillo del ojo. ¿Sería aquello producto de las sombras que proyectaba la luz tenue de las velas? Tenía que serlo. ¿Parecían aquellas sombras garras a punto de agarrarla? En absoluto.

– Escúchame atentamente – tragó saliva, rezando por que lo que fuese que los acompañaba aquella noche sin luna no comprendiese sus palabras – Tu amigo es peligroso, ¿entiendes? No, espera; no es un amigo. No es de fiar. Tienes que hacer que se vaya, ¿entiendes? – el tono de su voz estaba tomando cotas cada vez más altas, y a cada palabra que decía sentía su sanidad siendo expulsada junto con ellas – ¡Tienes que hacer que se vaya! ¡¿Acaso no lo entiendes?!

Mordred fue agarrado con vigor por los hombros, y ni siquiera atinó a responder, sobresaltado por la extraña y repentina actitud de su madre.

Pero, ¿acaso no lo comprendía? La mujer cedió y miró directamente a la sombra que proyectaba su hijo en la pared de la habitación ¡Debía entenderlo! Se sintió observada, aunque la sombra no parecía moverse. ¡¿Por qué no entraba en razón?!

– ¡Haz que se marche! – acabó gritando a pleno pulmón, zarandeando al muchacho, perdiendo ya toda templanza – ¡DEBES HACER QUE SE MARCHE DE ESTA CASA!

Los nervios a flor de piel y la quietud lejos, el candelabro apoyado encima de la mesilla de noche voló hacia la pared, donde chocó con un estruendo. La habitación quedó a oscuras salvo por la tenue luz que entraba por la ventada desde la calle, aunque Mordred no lo notó, demasiado ocupado cubriéndose la cabeza con los brazos.

Escuchó el golpe de la puerta de su cuarto siendo cerrada con brusquedad. Las fuertes pisadas de su madre, apresuradas. Un quejido. La puerta de la calle siendo abierta y cerrada sin demasiado miramiento.

Después, nada.

Ni siquiera el crepitar de las velas.

Acurrucado encima de las mantas, el chiquillo temblaba, sintiéndose desamparado en la oscuridad sin estrellas. Miró fijamente la casi imperceptible sombra que proyectaba su cuerpo, esperando.

Esperó.

Escuchó el crepitar antes de ver cómo la sombra se deslizaba por el viejo suelo de madera. Inmerso casi completamente en su elemento ahora que las velas habían sido apagadas, la sombra se escurrió casi con gracia por las sábanas, acompañando al chico en la oscuridad.

Habló.

La sombra habló, y el muchacho escuchó sus casi inaudibles murmuros de consolación. Asintió,  dejándose mecer por las palabras de su amigo.

Consuelo.

Se dejó abrazar por la oscuridad y cerró los ojos, el casi imaginario peso de su acompañante lo suficientemente reconfortante como para tranquilizarlo.

Después, durmió.

Escrito por Nahikari Diosdado Bua. Ganadora del concurso de Omicrorrelatos 2016.

Un comentario

  1. Un relato muy chulo. Eres capaz de transmitir sensaciones con una facilidad que a-sombra (tenía que decirlo). Me ha gustado mucho y me quedo con las ganas de leer más 🙂

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