La historia (2º clasificado del concurso de omicrorrelatos)

ed7c2f601b23a97f5b8b06463bcec576La historia.

—Abuelo, me aburro.

—Solo los tontos se aburren, Jon.

—Jo, ¿por qué nunca puedo hacer nada interesante? En la capital tienen mogollón de actividades y cosas —gimió el joven, zapateando el suelo con saña—. Aquí solo paseamos y miramos a las vacas.

Su abuelo le miró con severidad, en un duro gesto de reprimenda.

—La capital, la capital… ¡estáis todos tontos con la capital! —tronó—. En la capital no saben. No tienen cuidado —Basilio comenzó a reducir el tono de voz, para terminar casi en un susurro—. Han perdido la memoria… La memoria de lo que nos pasó.

Su nieto, extrañado ante la misteriosa entonación del viejo, se le acercó. Su abuelo siempre había ejercido una extraña fascinación sobre él, pues lucía un aspecto muy evocador: una piel decrépita y apergaminada, unos ojos hundidos entre los que sobresalía una nariz aguileña, casi rapaz, y una mirada severa que conseguía por sí misma mucho más que cualquier reprimenda.

—¿Qué nos pasó, abuelito? —susurró el joven, imaginando ya aventuras y héroes y dragones.

El viejo, que se había quedado como absorto, pareció reparar de nuevo en su nieto. Acercó sus huesudos pómulos al rostro del chaval, entrecerrando los ojos en una pausa dramática.

—¡El diablo! —Bramó finalmente, exaltado—. ¡El Diablo se llevó a medio pueblo! ¡Y todo por ese maldito juego!

—Papá, ¿ya estás otra vez? —Le reprendió la voz dulce de un hombre desde la cocina—. No asustes al crío. Que tiene pesadillas, y luego soy yo el que tiene que dormir con él toda la noche. No pasa nada, Jon —un hombre de mediana edad se acercó a ellos, acariciando el rubio pelo del niño—, el abuelo solo bromeaba. ¿Verdad, Basi?

—Ya tiene edad de saberlo —replicó el anciano, malhumorado—. Y es algo que le puede salvar la vida.

El hombre dulce resopló, negando con la cabeza en un gesto de cansancio.

—Son historias antiguas, leyendas y fantasías, nada más. Nadie se cree de verdad que aquello sucediera…

Jon, impaciente, tiró de la bata de su abuelo, implorándole con la mirada que continuara con la historia.

—Haz lo que quieras, aita, pero duermes tú con él esta noche si tiene pesadillas —el hombre comenzó el viaje de vuelta a la cocina, repentinamente alarmado por un ligero olor a quemado.

Basilio se apropió rápidamente de aquel consentimiento tácito y examinó de nuevo a su nieto. Lo repasó de arriba abajo, como si estuviera evaluando su resistencia.

—Si —murmuró para sus adentros—, ya tienes edad.

—Verás —continuó—, esta es una historia que me contó mi padre, y que en nuestra familia ha sido transmitida de padres a hijos desde generaciones… hasta hoy. Una historia de lo que sucedió en este mismo pueblo, entre estas mismas calles, en el mismo frontón en el que juegas con tus amigos, bajo el Txarlazo.

El joven Jon se estremeció, emocionado con la idea de una historia acontecida en los sitios que él conocía.

—¿Y hay malos, abuelo?

—Siempre los hay, peque.

—¿Y monstruos?

Basilio sonrió levemente, divertido. A Jon le encantaban los monstruos. Al menos, de día.

—De los peores. Era una época inconsciente, en la que los chavales se divertían con juegos extraños y esotéricos. Unos juegos ininteligibles, que por lo que sabemos eran más invocaciones paganas de cultos innombrables —Basilio abrió desmesuradamente los ojos, como si ni él mismo diera crédito a tamaña insensatez—. Una especie de simulaciones… o representaciones, ¡qué sé yo! de demonios antiguos y criaturas mágicas.

—¿Como las hadas?

—No, mi pequeño Jon, como las hadas no. Más bien invocaban a monstruos… ¡pretendían representarlos! —el anciano comenzó a elevar los brazos, dibujando enormes figuras imaginarias—. Criaturas oscuras, Jon. Oscuras y malignas. Criaturas peligrosas con las que no se puede jugar —Basilio comenzó a mirar furtivamente alrededor, como si alguno de aquellos seres pudiera estar escuchándole, acechando detrás de un armario, agazapado y esperando pacientemente sus palabras para abalanzarse sobre él.

—¿Cómo los juegos que están de moda en la capital?

—Algo así. Están intentando recuperar ese estilo de juego, esos rituales, como si fuera recuperar una tradición perdida. ¡Pero perdida por algo! No tienen memoria, hijo.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Jon con un susurro, ansioso por conocer el final de la historia—.

—Una noche, medio pueblo se juntó en el frontón para uno de sus rituales de suplantación —El abuelo hablaba ya con un ritmo lento y arrastraba cada palabra—. Era una noche fría, y aquellos insensatos continuaban jugando con su suerte y con el destino de todo el pueblo. La historia cuenta que probaron una recreación muy antigua. Una especie de juego, recogido en un vetusto libro que encontraron en una cripta. Un libro maléfico. Con instrucciones precisas para invocar a los demonios. Un libro de tapas negras con bordes rojos.

—¿…Y?

—Y… sucedió.

—¿Cómo que sucedió? ¿Qué sucedió?

—¡Los demonios! El mal absoluto, que se hizo presente… —El anciano, imbuido de la atmósfera que él mismo había creado, comenzó a mirar con suspicacia hacia más allá de la ventana, donde la negrura de la noche se hacía espesa—. Primero, la figura negra, rondando… ¡acechando! Y luego, el ser imposible. Un ser sin cabeza… Que se movía de un modo fantasmagórico, irreal. Como si no fuera de este mundo… ni de ningún mundo. Con un horrible tentáculo como rostro, alargado y ávido de devorar a aquellos que le habían despertado.

Basilio, casi en trance, se quedó momentáneamente ensimismado, recordando vívidamente la historia que le contó su padre.

—El pueblo entero enloqueció —continuó, abatido—. Bueno, casi todo el pueblo, pues algunos se salvaron. Los más pequeños, según parece. Quizás no se dieron cuenta de lo que pasaba, quién sabe. Pero hubo muchas muertes. Por eso, mi querido Jon, no debemos nunca recuperar esas costumbres… si no queremos que el señor del Caos se apodere de nosotros.

Aquella noche, a pesar del miedo, Jon no quiso dormir con su abuelo. En realidad, la excitación de la aventura pudo con su deseo de seguridad y confianza. Y es que él había visto ese libro. Su abuelo lo había descrito perfectamente: Un vetusto libro de tapas negras con ribetes rojos.

Y él sabía dónde estaba.

Lo había encontrado en el viejo aljibe de la casa, semi enterrado en una de sus paredes. Empalado y olvidado en un lugar de acceso prohibido.

Jon recitó con avidez las extrañas palabras que apenas se distinguían entre los desgarros de las páginas. Eligió el capítulo que mejor se conservaba. Lo leyó y calló, mirando a su alrededor con una risa nerviosa.

Fue entonces cuando comenzaron los tambores.

Xabier Giménez Sasieta

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